¿Vieron alguna vez en algún catecismo viejo esa representación de Dios como un triángulo con un ojo en el centro? Lo del triángulo es fácil de entender porque Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero… ¿y el ojo? Podrían haberse elegido muchos otros símbolos, pero el ojo es la mirada de Dios sobre todas nuestras acciones (especialmente sobre nuestro pecado, para castigarlo). “Mira que te mira Dios, mira que te está mirando”, rezaba una oración. Acompañame a pensar en este episodio porqué Dios terminó convertido en sinónimo de una moral insoportable. Bienvenidos, bienvenidas a un nuevo episodio de Parresía: de esto sí se habla.
Yo tomé la comunión a los 13 años, un poquito más grande de lo “normal”. No me puedo quejar de esa etapa, ya que gracias a ella conocí a Jesús y empecé a participar de la parroquia. Pero no puedo negar que mi catequesis fue altamente moralizante. Todos los encuentros de catequesis comenzaban con la parábola de los dos caminos: un camino ancho, espacioso y lleno de placeres pero que llevaba al infierno… y un camino angosto, difícil, lleno de dificultades pero que llevaba al cielo. Mi corazón adolescente no podía evitar desear pasarla bien aunque eso me llevara a la mismísima oficina de Satanás.
Y creo que mi historia es también la historia de muchos. Vos que estás escuchando tal vez también recordás las enseñanzas morales de tu catequesis, o te quedó la imagen de un Dios sumamente preocupado y enojado por nuestro pecado. Muchos han terminado temiendo a Dios y sus castigos. La opresión de tal Dios sobre las conciencias se volvió insoportable para muchos, y por eso prefirieron vivir sin Dios. Ese Dios de las culpas no cautiva a nadie… No sé si vieron, pero hice esta semana una encuesta en mi Instagram @ppablosavoia de la que participaron más de 200 personas, y el 71% dijo que en algún momento de su vida la fe se les volvió una carga pesada. Algo está pasando.

Pero entonces… ¿por qué una moral? ¿Tiene que existir una moral en el cristianismo? ¿Cómo llegamos a convertir a Dios en un garante de la moralidad y en un peso para nuestras conciencias?
¡Cuántas preguntas! Como siempre, para empezar a desandar este lío, hagamos un poquito de historia.
HISTORIA
En el episodio anterior les contaba que podíamos considerar a Jesús un predicador ético: para Jesús es muy importante la conversión, la metanoia, el cambio de vida. Para el que quiera ser su discípulo es imprescindible embarcarse en la aventura de la fraternidad, un nuevo estilo de vida marcado por el amor de los unos con los otros. Uno podría decir que en esto Jesús no es muy novedoso, ya que un estudio comparado de las religiones nos muestra que todas ellas tienen una ética propuesta. Pero en el caso de Jesús debemos decir que este cambio radical de vida no proviene de un mero voluntarismo, sino que es fruto de la experiencia del Reino de Dios que se nos regala en la persona del Hijo: de la experiencia del amor gratuito surge la necesidad de responder vitalmente. Esto se ve claramente en la predicación de la Iglesia primitiva, donde la radicalidad moral con la que vivían los cristianos no era un simple estoicismo, sino que brota de la experiencia de salvación pascual y bautismal.
Pero entonces… ¿cuándo lo moral se convirtió casi en sinónimo de la religión cristiana?
Es muy complejo dar una respuesta, pero se me ocurre que hay un factor importante en lo que conocemos como “cristiandad”. Es decir, desde que en el siglo IV el cristianismo fue asumido como religión oficial del imperio romano, se inició un proceso de progresiva “fusión” entre la religión y la sociedad civil, que va a marcar a la Europa medieval. Creo que en el sistema de cristiandad la moral cristiana servía para regular el comportamiento de la sociedad civil. Esto fue generando una conciencia de que la religión cumplía la función de reguladora del comportamiento social.
Me parece que tantos siglos de insistencia en lo moral, fue dejando en segundo plano la experiencia espiritual que lo sustentaba y dejó al cristianismo con ese aire a moralismo que seguimos respirando un poco todavía hoy.
El gran pensador alemán del siglo XIX Friedrich Nietzsche se dio cuenta de algo de esto cuando planteó sus dos conceptos de lo “apolíneo” y lo “dionisíaco”. ¿Qué sería eso? Es así: Apolo es el dios griego del arte y la belleza, y representa a todo lo luminoso, bello y ordenado. Dionisio, en cambio, es el dios del vino y representa todo lo caótico, desordenado y pasional. Entonces, según Nietzsche, las personas apolíneas serían aquellos que se conducen racionalmente, respetando las leyes, que no se animan a seguir ningún instinto que los descoloque de su orden y su perfección. En cambio, las personas dionisíacas serían aquellos que se arriesgan a vivir según sus pasiones, conectándose con la fluidez y desorden de la vida. En esta clasificación, Nietzsche coloca a los cristianos en el grupo de los apolíneos, ya que para él se rigen por una ley exterior que los condiciona y no son más que pusilánimes que no se animan a experimentar sus pasiones con tal de cumplir las normativas de un Dios que todo lo ve (y que todo pecado castiga…).

Uno puede estar de acuerdo o no con la apreciación de Nietzsche, pero al menos tenemos que concederle que, siendo tan sagaz y tan inteligente, algo habrá visto en los cristianos de su época que lo llevó a pensar así.
Coincidamos o no, la opinión de Nietzsche es la opinión de muchas personas hoy. No tenemos porqué pensar igual, pero nos debería preocupar que para muchos que toman contacto con nuestras comunidades no viven una experiencia de encuentro con Dios sino que se quedan con la imagen de un Dios que exige implacablemente una perfecta respuesta moral. Un Dios al que hay que agradar renunciando a nuestra libertad o inclusive a nuestra humanidad. Un Dios que ama, sí… pero que ama más a los que se portan mejor.
Mirar esta historia, al menos a mí, me genera muchas preguntas… Vamos con algunas de ellas!
PREGUNTAS
¿Religión y moral son lo mismo? Definitivamente no. Si estudiamos las diversas expresiones religiosas del mundo, nos vamos a dar cuenta de que todas las religiones proponen algún modo de vivir. Y esto es así porque la dimensión trascendente o espiritual de una persona está en estrecha conexión con su forma de actuar. Si alguien dice ser espiritual, esperamos de él o ella una conducta más o menos acorde a lo que dice experimentar. En eso hay una diferencia con, por ejemplo, ciertos trabajos: si el cerrajero del barrio se emborracha todos los fines de semana, es ciertamente una conducta reprobable, pero no tiene el mismo peso que esa actitud la tenga el cura párroco en lugar del cerrajero.
Entonces podemos decir que las religiones proponen siempre una moral, pero no son simplemente una moral. Por ejemplo, ser buen cristiano no es simplemente sinónimo de ser un buen tipo o una buena mina. Por supuesto que lo incluye, pero… ¿acaso un ateo o una atea no pueden ser también buenas personas? ¿Es necesario profesar alguna religión para obrar bien? Evidentemente no. Acá me parece que se abre la pregunta sobre lo específico de lo religioso: no es una conducta moral, sino que es la experiencia de una realidad que trasciende y supera a la persona en su finitud.
Me viene a la cabeza aquella famosa frase de los hermanos Karamasov de Dostoieski: “Si Dios no existe, entonces todo está permitido”. Para mucha gente la idea de Dios es casi insoportable porque no pueden tolerar un Dios que suprima la libertad humana. Ese Dios que todo lo ve, que exige una perfección moral inalcanzable, es una idea distorsionada del Dios de Jesús.
¿Esto quiere decir que no existe una moral cristiana? ¿Si creo en Jesús puedo hacer lo que se me dé la gana? Tampoco eso. Muchas veces, detrás de esa idea, se esconde una tiranía de la subjetividad, según la cual nada ni nadie me puede decir qué hacer. Seguir a Jesús suscita en mí la necesidad de vivir de acuerdo a su Evangelio, de que mis gestos y palabras reflejen algo de sus gestos y sus palabras. Por eso no es descabellado que el cristianismo proponga un modo de vivir. El problema viene cuando proponemos un modo de vivir sin proponer lo que sustenta y fundamenta ese modo de vivir. Sin una experiencia de fe transformadora, sin la certeza de haber sido amado incondicionalmente por Dios, sin haber entrado en el misterio de la Pascua de Jesús… sin eso, toda moral se va a convertir en un simple voluntarismo. Y como sabemos, lo que hacemos sólo por voluntad no resiste el paso del tiempo…

¿Por qué se da este fenómeno de “pesadez moral” en el cristianismo? Por supuesto que estoy generalizando, no pretendo decir para todos los cristianos y cristianas la moral sea un peso. Tampoco me refiero a que haya cuestiones morales que nos cueste convertir más que otras. Me refiero a que creo que hay una deficiencia grande en nuestras catequesis y en nuestras predicaciones: nos resulta más fácil insistir en una moral que comunicar una experiencia de Dios. ¿Por qué se da esto? Primero, pienso que toda experiencia de Dios tiene algo de personal e incomunicable, por eso es más fácil hablar de ideas o de mandamientos (y es lo que terminamos haciendo en muchas de nuestras catequesis). Segundo, porque nos falta formación: aquel que no ha profundizado en su experiencia de fe la reduce a postulados y a deberes éticos. Por ejemplo, es mucho más sencillo enseñar que hay que ir a misa todos los domingos que enseñar a ser discípulo de Jesús. O es más fácil enseñar cuántos libros tiene la Biblia que enseñar a rezar con ella. Creo que acá se abren muchas preguntas para evaluar de qué forma estamos comunicando la fe…
CONCLUSIONES
Para esta conclusión vuelvo a conectarme con aquel Pablo de 13 años, con la imagen de los dos caminitos revoloteando en la cabeza. Ese Pablo que trataba de confesarse siempre con un cura distinto porque le daba vergüenza que la misma persona escuchara repetir los mismos pecados una y otra vez.
No es esa la fe que quiero comunicar hoy. Era una verdadera tortura moral: se me exigía un heroísmo inmaculado cuando ni siquiera sabia qué quería de mi vida.
Creo en la fuerza transformadora del Evangelio. Creo en la fe que se traduce en la vida. Creo en la necesidad de convertirnos permanentemente. Pero no podemos poner el carro adelante del caballo. Exigir conductas morales sin comunicar la experiencia de fe que la sustenta, es al menos irresponsable y empobrecedor.