Algunos cristianos se lamentan de que ya no se predique tanto sobre el infierno. Otros no quieren ni sentirlo nombrar porque durante mucho tiempo escucharon amenazas que los llenaron de culpa y de miedo a un castigo eterno. Acompañame a pensar en este episodio qué lugar tiene la culpa en el camino de fe (si es que lo tiene). Bienvenidos, bienvenidas a un nuevo episodio de Parresía: de esto sí se habla.

INTRO
Hace un tiempo, cuando estaba escuchando varios tipos de podcast antes de empezar Parresía, me encontré con algunos programas de la famosa psicóloga chilena Pilar Sordo. En uno de esos programas, ella plantea que somos una sociedad marcada por la “culpa judeocristiana”. Según Pilar Sordo, la culpa es un “sentimiento ineficiente” que viene de un “ideal de perfeccionismo” que no nos permite “conectarnos con el presente”. Por eso, propone la aceptación de lo que puedo hacer para no “sentirnos culpables”.
Entiendo que Pilar Sordo está describiendo la situación de culpabilidad por la que pasan muchas personas (y de hecho, pone varios ejemplos). Pero yo me quisiera preguntar en este episodio si es tan así lo que ella plantea, y porqué la culpa terminó siendo parte del mensaje cristiano, al menos en los últimos siglos.

UN POCO DE HISTORIA
Vamos a hacer un poquito de historia para ver si realmente la culpa es la marca indeleble del cristianismo en occidente. Esta historia es larga y compleja, por eso no me animo a hacer afirmaciones categóricas, sino que sólo quiero hacerme preguntas, e invitarte a que vos también te las hagas.
La culpa puede estar ligada a la moral propuesta por el cristianismo, tema para el que ya dedicamos todo el episodio 4 de Parresía. Así que si no lo escuchaste, te invito a pasar por ahí. Pero además de estar ligada a lo moral, lo que es lo más obvio, la culpa también puede estar ligada a ciertos aspectos de su doctrina. Les voy a poner un ejemplo de la predicación cristiana que se fue prestando a una “distorsión culpógena” en nuestra experiencia creyente.
Desde el principio de la predicación cristiana, la salvación que nos trajo Jesús fue entendida como una gracia, un regalo tan grande que era capaz de hacer plena nuestra humanidad. Tan fuerte era esta conciencia, que en los primeros concilios de la Iglesia no sólo fue necesario definir de forma clara la divinidad de Jesús, sino que también fue necesario dejar clara su verdadera humanidad. Esto era muy importante porque si Jesús no había asumido realmente la humanidad, los demás seres humanos no participábamos de verdad de ese gran regalo de plenitud que era la redención.
Obvio que durante estos primeros siglos existían normas morales, existía pecado… pero los testimonios de los autores de aquel tiempo indican que todo eso estaba supeditado a la experiencia de lo recibido por gracia en Jesús.
La cosa empieza a cambiar en el segundo milenio, en plena edad media, cuando aparecen en la teología cristiana algunos conceptos como “satisfacción” o “sustitución vicaria”. Ya sé que suena todo medio raro, pero la lógica es más o menos ésta: con nuestro pecado cometimos los seres humanos una ofensa infinita contra Dios, porque Él es infinito; ahora bien, nosotros no podemos pagar esa deuda con Dios porque somos finitos, no infinitos como Él; por eso tuvo que venir Jesús a tomar nuestro lugar, porque Él es finito como nosotros en nuestra humanidad, pero infinito como Dios en su divinidad. ¡Negoción! Jesús pagó lo que debíamos nosotros, y caso cerrado.

Simplificando mucho, los cristianos hicimos un cambio interesante y preocupante: pasamos de entender la salvación que nos trajo Jesús desde la lógica de la gracia, de un regalo… a entenderla en la lógica de la deuda que tenemos con Dios. ¿No nos llama la atención que en esta segunda explicación Dios sea un amo enojado, que quiere cobrarse hasta el último centavo en castigo por la ofensa terrible que le causamos? ¿No es un poco injusto que los seres humanos podamos infringirle a Dios una ofensa infinita pero no podamos hacer una reparación a la misma altura de la supuesta ofensa?
Traigo esta historia porque creo que en esta forma de entender la doctrina se esconde un germen de culpa bastante interesante para los cristianos (además de los moralismos de los que ya hablamos en el episodio 4 de Parresía). ¿Cómo te sentirías si te dijeran que el Dios en el que creés está infinitamente ofendido con vos, que no le podés pagar y que encima alguien tuvo que pagar por vos? Lo que tendría que ser una experiencia liberadora, se convierte en una experiencia de culpa permanente por no poder ni aplacar a un Dios ofendido ni poder pagar jamás tu deuda.
Para ser honesto, tengo que decir que la teología avanzó mucho, e inclusive estas categorías hoy pueden entenderse con otra profundidad, pero arrastramos varios siglos de una enseñanza que todavía hoy escuchamos de vez en cuando.

CONTROLAR CON LA CULPA
¿De qué hablamos cuando hablamos de “culpa”? Es una palabra con mala prensa, y de primera mano diríamos que es algo que tenemos que evitar, como les contaba que propone Pilar Sordo. Y es verdad que hay una experiencia de la culpa que raya lo patológico y que debemos evitar: y eso es cuando se convierte en un obstáculo para la vida. Por ejemplo, la culpa que puede sentir una mamá porque dejó a su hijo llorando en el Jardín, o la culpa del que, a pesar de todos sus esfuerzos, siempre siente que no está atendiendo lo suficientemente bien a su mamá enferma.
En estos y otros casos, la culpa se inscribe como un sentimiento paralizante y como un serio obstáculo para que la persona pueda conectarse con sus deseos, sus proyectos y sus potencialidades. La persona con culpa suele empequeñecerse interiormente y no es capaz de desplegarse porque siempre va a haber una realidad fuera de ella condicionándola.
Evidentemente, esta culpa hay que superarla. Pero también podríamos entender la culpa ya no como ese sentimiento desproporcionado que paraliza, sino como la conciencia de mi mal actuar. Acá tendría más que ver con el sentido de la responsabilidad de mis acciones y con la conexión que tengo con la realidad. Lo aclaro porque creo que este tipo de culpa es necesaria para que la sociedad no se convierta en una jungla salvaje, peor de lo que ya es, en la que nadie respondería por ninguno de sus actos. Justamente, los psicópatas no tienen ningún sentido de la culpa ni de la responsabilidad.
Con todo esto… ¿tiene sentido que la Iglesia quisiera machacar el tema de la culpa? Obviamente que es una generalización decir que TODA la Iglesia quería machacar con la culpa. Ni siquiera se trata de un juicio moral, como si quisiera decir que la gente de la Iglesia fuese mala y por eso crea culpa en los demás.
Sí me parece notar que durante mucho tiempo, la culpa ayudó a sostener un sistema. Me refiero a que en los últimos siglos la Iglesia se sintió un poco amenazada por una sociedad que poco a poco se iba alejando de la práctica religiosa y de la influencia de la institución eclesiástica. Si a eso le sumamos el surgimiento de algunos movimientos religiosos rigoristas, es fácil entender por qué llegamos a una situación en la que desde los púlpitos se lanzaban amenazas de castigos para todos los que se atrevieran a alejarse de la sagrada ley de Dios.

CONCLUSIÓN
Entonces… ¿la culpa es o no es la herencia del cristianismo en occidente, como dijo nuestra amiga Pilar Sordo? Yo no me animaría a afirmarlo tan así, al menos no sin hacer algunas salvedades. Al menos dos: primero, que el fenómeno de la culpa tiene su complejidad más allá de la fe cristiana, y segundo, que el cristianismo ha dejado muchas más herencias (y positivas) en occidente como para frenarnos sólo en la vivencia de la culpa.
Sí podemos decir que la culpa ha tenido una fuerte presencia en la predicación cristiana, al menos en los últimos siglos. Y lo digo claro para alguno que me quiera acusar de proponer un “vale todo”: no se trata de anular la responsabilidad que me cabe como consecuencia de mis acciones, sino que se trata de ubicar esa responsabilidad en el lugar que le corresponde.
Pongo un ejemplo: la idea de pecado. Es una palabra que a muchos casi que les da alergia. Hemos manoseado tanto el término, lo hemos taladrado tanto en la cabeza de muchos, que corrimos a la palabra del eje que le da sentido. Terminamos pensando que “pecado” es una imperfección moral o una transgresión a alguna ley, cuando en realidad es la palabra que describe mi realidad frágil ante la mirada amorosa y siempre convocante de Dios. Al vaciar al pecado de su contenido digamos TEOLÓGICO, nos quedamos más sufriendo obsesivamente nuestras imperfecciones en lugar de recorrer un camino de gracia a partir de una fragilidad aceptada y redimida.
Me parece que hoy la invitación es redescubrir el Evangelio de Jesús con su fuerza transformadora, haciéndonos cargo de lo que nos toca en cuanto a las decisiones y opciones que hacemos maduramente desde la fe que abrazamos. Pero ya no podemos seguir proponiendo la fe bajo la amenaza de un castigo eterno, ni tampoco imprimir culpabilidades a los que no cumplen nuestras expectativas. La conversión inicial siempre tiene que ser por la atracción propia que ejerce la belleza del Evangelio, y el camino de fe siempre tiene que ser entendido desde la perspectiva de los procesos, en los que Dios teje una historia personal con cada uno y en los que nuestras fragilidades se van asumiendo progresivamente en una respuesta cada vez más integral.