No hay que indagar mucho en la vida de los cristianos para encontrar experiencias de mal uso del poder en la Iglesia. No es tan raro encontrar personas que han tenido que sufrir presiones de parte de algún cura, autoritarismo de alguna catequista o celos competitivos de parte de algún coordinador.

Ninguna de estas personas que sufrieron un poder mal usado en la Iglesia ignora que es moneda corriente en muchos ámbitos de la sociedad. Pero lo que más impacta es que estas situaciones se den en las comunidades en las que confesamos nuestra fe en Jesús, que se hizo “servidor de todos”.
El tema es bastante amplio. En este episodio quiero centrarme en qué es el poder, cómo lo entiende Jesús y, sobre todo, porqué en la Iglesia, siendo el lugar donde debería “respirarse el Evangelio”, tienen lugar muchas situaciones contradictorias y dolorosas. Sin más preámbulo, vamos al hueso!

JESÚS Y EL PODER
Jesús no pertenecía a ningún círculo de poder político o social de su época. Ni siquiera se crió en ámbitos urbanos. Su relación con los centros de poder era más bien esporádica y puntual.
El vínculo de Jesús con el poder religioso y civil se empieza a complicar cuando su predicación comienza a movilizar a muchas personas. Este predicador itinerante comienza a ser una amenaza para el poder central de Jerusalén. Su crítica constante a la hipocresía de los líderes religiosos y su abierta oposición al templo y su sistema, hicieron que fuera equiparado a uno de los tantos revoltosos de su tiempo, y fuera condenado a muerte.
Pero además de un estilo y una predicación que resultaban molestos para los poderosos, Jesús también dedica algunas palabras para explicarles a sus discípulos cómo entiende que debe ejercerse el poder.
Tomo sólo dos textos.
En Marcos 10, 41-45 tenemos una discusión en el grupo de los discípulos porque Santiago y Juan quisieron pedir unos “lugares de privilegio”. Jesús aprovecha la situación para enseñar que esa lógica es la de “los poderosos” y que en el seno de la comunidad cristiana estamos llamados a vivir otra mentalidad: “el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes”, siendo Él mismo el ejemplo de la donación total de la propia vida.
El otro texto que para mí marca el camino en este tema es Mateo 23, 1-12. Antes de dirigir unas palabras durísimas a los escribas y fariseos (los líderes religiosos de su tiempo), Jesús instruye a sus discípulos para que no utilicen títulos como “maestro”, “padre” o “doctor”. No por el título mismo, sino por la lógica que se debe mantener en los vínculos comunitarios: “todos ustedes son hermanos”.

LA COMUNIDAD CRISTIANA Y EL PODER
Para ver cómo se vivió en la comunidad cristiana esta relación con el poder, tenemos que considerar un fenómeno común a toda sociedad humana.
Cuando surge un movimiento llamémoslo “carismático”, ese grupo de personas (pequeño o numeroso) se organiza y se mantiene cohesionado en torno a la figura carismática que le da origen. Pero para que ese movimiento pueda subsistir en el tiempo, debe darse una estructura; de lo contrario, durará mientras permanezca el iniciador.
Ahora bien, darse una estructura implica crear responsabilidades y relaciones jerárquicas. Esto va a permitir que los grupos humanos (sobre todos los grupos que se van volviendo muy numerosos) puedan tener una organización que resista el paso del tiempo.
En el caso de la Iglesia cristiana, este proceso también tuvo lugar. Ya desde el principio, la comunidad madre de Jerusalén instituyó a los Siete, que fueron los encargados de la correcta atención de las viudas y los pobres, dado el aumento del número de los creyentes (Hech 6,1-6). Y muy cerca en el tiempo, también se nos cuenta que las comunidades fundadas por San Pablo tenían al menos un responsable en cada ciudad (Tit 1,5).
¿A qué voy con todo esto? Quiero decir que el poder es necesario para tener una organización. Establecer relaciones de poder no es algo malo en sí mismo. El problema viene en el modo en el que elegimos ejercer esas relaciones de poder.

EL EJERCICIO DEL PODER EN LA IGLESIA
Dicho todo esto… ¿qué es lo que entonces hace que a veces el ejercicio del poder en la Iglesia no sea con el estilo de Jesús?
A mí me parece identificar tres causas que llevan a esto:
1) LAS CAUSAS PERSONALES: el ejercicio del poder tendrá que ver con nuestra madurez y preparación humana. Quiero decir que si uno no tiene una cierta solidez humana, psicológica y espiritual, es muy fácil que el poder lo desborde. Para ciertas psicologías, un espacio de poder puede funcionar como compensación o reconocimiento frente a otras experiencias de vacío o frustración. Lamentablemente, no es raro que ciertos roles de poder en la Iglesia sean ejercidos por personas que no se sienten valoradas en otros ámbitos como el laboral y familiar… y esta combinación decanta en actitudes tiránicas y con poca flexibilidad a los cambios.
2) LAS CAUSAS HISTÓRICAS: es casi “normal” o entendible, que con el paso del tiempo los movimientos iniciados como “contraculturales” se vayan adaptando a las situaciones y vayan perdiendo su fuerza profética de denuncia. Por eso, hace falta mucha lucidez creyente para volver una y otra vez a la fuente que nos dio origen como comunidad y volver a beber de esos valores y criterios de acción.
3) LAS CAUSAS ESTRUCTURALES: casi como una derivación de lo anterior, en la Iglesia hay ciertas mentalidades que se han gestado con el tiempo y nos hemos acostumbrado a ellas. Me refiero, por ejemplo, al clericalismo (al que más adelante le dedicaremos un entero episodio). Simplificando mucho la cuestión, creo que la Iglesia católica (al menos en occidente) arrastra unos mil años de historia en los que se puso el acento excesivamente en el valor de la institución y de las estructuras, por lo que hoy todavía nos cuesta vivir otra mentalidad (a pesar de los significativos pasos que se van dando).
Hacer conscientes estas causas puede ayudarnos a ir dando pasos para volver al sueño de Jesús para su comunidad.
En este sentido, también nos puede ser útil reconocer las formas de ejercicio del poder que no se corresponden con el estilo de Jesús. Por eso les presento…
¡LOS 4 SIGNOS DE UN PODER EJERCIDO SIN EL ESTILO DE JESÚS!
1) Es un rol que no me interpela personalmente. Como en esta forma de ejercer el poder se separa lo que hago de lo que soy, vivo la autoridad como algo ajeno a mí. Es casi como un “trabajo” que no me involucra como persona ni me hace crecer a mí como ser humano. Todo se vuelve frío e impersonal, y la dimensión de servicio se borra de mis objetivos.
2) Me mueve el miedo a perder mi lugar o mi autoridad. El que vive el poder lejos de la lógica de Jesús se pone permanentemente a la defensiva, porque el poder es más un lugar a conquistar que la posibilidad de acompañar procesos. Por eso esta persona experimenta una tensión constante y una rigidez desmedida para poder protegerse y seguir adelante.
3) Siento como una amenaza toda sugerencia o ayuda. En este tipo de ejercicio del poder, la mirada de los otros me condiciona muchísimo. Aceptar acompañamiento o colaboración se percibe como signo de debilidad, la cual nunca quiere mostrarse a los otros. Por eso se elige el camino de la soledad y la autosuficiencia, dejando de lado a otros y despreciando toda construcción comunitaria que no pase por el filtro del líder.
4) Creo que mi autoridad es un privilegio merecido. Por eso, son espacios que se convierten en “trofeos deseados”, lugares que se codician para poder (al fin) estar cómodos y “ser servidos”. Es la famosa “carrera eclesiástica”, en la que se van subiendo escalones, sumando privilegios, honores y títulos porque me los voy ganando con mi trabajo y mi empeño. Todo muy lejos del despojo del Hijo del Hombre que quiso reinar en la cruz.

CONCLUSIÓN
Con todo lo que dijimos acerca del ejercicio del poder en la Iglesia apenas estamos entrando en el tema. Es una realidad más compleja, que va a tener como sus expresiones más fuertes e instaladas el clericalismo y los abusos de poder (lo que está en la base de los lamentables casos de abusos sexuales). Sé que tenemos que seguir ahondando, que no está todo dicho, pero es necesario empezar a abrir los ojos a esta realidad.
Estoy convencido de que por acá pasa gran parte de la imprescindible conversión de la Iglesia. Evangelizar el ejercicio del poder es muy difícil porque toca lógicas instaladas desde hace siglos y mentalidades arraigadas como indiscutibles.
Por eso, la reforma de la Iglesia es un proceso lento (con el entendible desgano que eso provoca). No se trata de reemplazar un tirano por otro, haciendo todo a fuerza de decretos. Tiene que haber un “espíritu” y un convencimiento del cuerpo eclesial, tirando todos para el mismo lado. Es urgente que el ejercicio del poder en la Iglesia sea más evangélico. No lo hacemos solos. Nos inspira y nos cons-pira el Espíritu de Aquel que “vino para servir y dar la vida en rescate por una multitud” (Mc 10,45).